Al inquirir en la historia del lápiz, nos adentramos en el origen de uno de los elementos más importantes en la historia de la humanidad. Como resultado de una fuerte tormenta en el año 1564, un gran árbol cayó cerca del poblado de Borrowdale, en Cumberland, Inglaterra. Las personas encargadas de removerlo se percataron que en la tierra donde estaba enraizado el árbol apareció una masa negra de aspecto mineral nunca antes vista. Con la curiosidad al máximo, se realizaron estudios pertinentes y se concluyó que la sustancia era plombagina, más conocido como plomo negro. Aunque esta sustancia ya había sido hallada en otras partes del mundo, la de la tierra de este poblado era mucho más pura.
Desde este momento su uso se extendió por toda Europa, los pastores ingleses de los alrededores comenzaron a usar pedazos de este material para marcar sus ovejas, ya que era el grafito una sustancia fuerte y duradera. Sin embargo, otros habitantes de la zona, con mentalidad mercantil, comenzaron a racionarlo en pequeñas varas, que luego dirigiéndose a Londres las vendían bajo el nombre de “piedras de marcar”. Aunque el producto se rompía fácilmente y manchaba todo lo que tocaba, fue un producto vendido con éxito. Con el ánimo de mejorar el producto, un hombre ingenió un sistema para evitar la suciedad, envolvió la vara con un cordel y a medida que se gastaba el cordel se iba retirando.
Los fabricantes se registran por primera vez en la ciudad imperial de Nuremberg, Alemania, aproximadamente en el año 1660. En su mayoría los talleres se fundaron en las villas cercanas, especialmente en Stein, dentro del Marquesado de Ansbach. Al volverse un negocio tan rentable, comenzaron a surgir normas de regulación. Pero en este lugar los artesanos no tenían controles tan estrictos como en Nuremberg, así que poseían una ventaja competitiva.
En otro punto, a mediados del siglo XVIII, las minas inglesas de grafito comenzaron a ser explotadas por la Corona, utilizando el grafito para la fundición de cañones, por lo que se convirtió en un mineral indispensable para el Ejército Inglés, fue tan importante que los mineros que robasen cualquier cantidad de grafito serían castigados incluso con la pena de muerte. El uso desmedido del grafito generó una notable escasez en toda Europa, obligando a buscar soluciones alternas.
Varios hombres pensaron y buscaron una estrategia, uno de ellos, un artesano francés que vivía de las piedras de marcar. Kaspar Faber, artesano de Baviera. En 1750, decidió mezclar el grafito con polvo de azufre, antimonio y resinas, resultando una masa espesa y viscosa que convertida en varita se conservaba más firme que el grafito puro. Suceso muy importante porque aquí se estaba solucionando, sin la intención, el problema de la resistencia de las varitas. Kaspar bautizó esta mezcla bajo el nombre de Plomo. Con el paso de los años, gracias a Jacques Conté, químico e inventor francés, se fue mejorando su calidad, al incorporarle otras sustancias como el azufre y la arcilla.
Napoleón Bonaparte se enteró de la innovación realizada por Conté, así que, en 1790, la realización de esta mezcla para solventar la escasez que había de ellos debido a la guerra con Inglaterra. Cinco años después, produjo por primera vez varitas hechas de grafito, previamente molido con diferentes tipos de arcilla, prensado en barras que se horneaban en recipientes de cerámica. Por último, decidió envolverlas, no como antes en cordel sino, en madera de cedro. En poco tiempo este elemento, bautizado con el nombre de lápiz, fue un éxito en toda Francia
Aunque, existe otra versión sobre el creador del lápiz. Se responsabiliza a Josef Hardtmuth que, para mejorar la calidad de los utensilios, tuvo la idea de mezclar arcilla con polvo de grafito, formar unos bloques, cocerlos y sumergirlos en un baño de cera para que el grafito pudiera dejar rastro en el papel. Calculó la cantidad indicada de arcilla a la mezcla, para lograr cierto grado de dureza del lápiz. El invento fue tan triunfal que en 1.792 fundó su propia empresa en Viena.
En otra parte del mundo, entrado el siguiente siglo, el ebanista e inventor William Monroe, proveniente de Concord, Massachusetts, Estados Unidos, fabricó una máquina con el fin de crear pequeñas tablas semicilíndricas de madera entre 16 a 18 cms de longitud. A cada tablilla se le insertaban las varitas de grafito. En Norteamérica este producto fue vendido con sorprendente éxito.
Volviendo a Alemania y retomando al ingenioso Kaspar, que luego de su fallecimiento indicó a su hijo Anthon Faber, tomara las riendas del ya próspero negocio. Siguiendo las indicaciones se hizo a un taller en las afueras de Stein que en pocos años fue aún más popular y exitoso. Actualmente este lugar es la fábrica principal de A.W. Faber-Castell. Ahora bien, a la edad de 51 años, Anton viejo y cansado, le heredó la fábrica a su único hijo Georg Leonhard Faber.
Georg continuó con la compañía en tiempos convulsionados, generando el desplome del negocio. A pesar de que se había descubierto en Francia un nuevo proceso para las minas de plomo, en el negocio todavía se fabricaban lápices de modo rudimentario. Impidiendo la competencia con los famosos lápices ingleses producidos con el más fino grafito Cumberland. En un acto de salvación, envió a sus hijos Lothar y Johann al extranjero. En las ciudades de Londres y Paris, Lothar, desarrolló ideas que levantarían la fábrica en Stein, siendo con los años una compañía internacional.
A la muerte de su padre en 1839, regresan a su hogar. Desde allí, Lothar Faber compró en 1856 una mina de grafito en Siberia, cuya producción fue transportada a lomo de reno y por barco hasta la factoría de Stein y construyó nuevos edificios con modernas instalaciones: iluminación y ventilación. También, estipuló que el trabajo manual pesado tal como el procesamiento de la arcilla, grafito y madera lo realizaran los hombres, mientras que el pulido, impresión y empaquetado de los lápices para su despacho lo realizaran las mujeres. Para cuidar su producción pidió en 1874 al Reichstag promulgar una ley para proteger su marca, hecho que le ganó la patente del lápiz en Alemania. El lápiz fue patentado bajo el nombre de A.W. Faber, apellido de Anton Wilhelm, hijo de Kaspar Faber.